jueves, 7 de marzo de 2024

Borges i la taurmaquia


 

Cuando el periodista Carrizo le hizo la siguiente pregunta:

─Señor Borges, ¿Qué opina de la tauromaquia? ¿Cuál es su concepto sobre la figura del torero?

Borges contestó:

─La tauromaquia es una de las formas vigentes de la barbarie. En cuanto a la figura del torero, creo que es esencialmente un cobarde. Un hombre que con todo un aparato racional de estrategias, entrenamientos, armas, estocadas practicadas, clases y mucho estudio premeditado, se mide frente un animal pasmado por la sorpresa, por la ansiedad; un animal que no tiene otro recurso que los reflejos de su instinto primario. Bajo esa disparidad podemos medir el valor de los toreros. La valentía verdadera no soporta desniveles tan abusivos. Por eso para mí los toreros no son valientes, sino más bien bufones; los bufones de la valentía.

© Texto de autoría desconocida y atribuido  Jorge Luis Borges. https://www.proclamadelcauca.com/un-apocrifo-mas-para-el-pobre-borges-y-25-trinos/

martes, 5 de marzo de 2024

Gala y Dalí por William Rivera-Martell en Quora

 


Gala nació en Rusia en 1894. Y no se llamaba Gala, sino Elena Ivánovna Diákonova. Contrajo tuberculosis siendo muy joven y la llevaron a un sanatorio en Suiza, donde conoció al que sería su marido, el poeta Paul Éluard. Tuvieron una hija, pero nunca se ocupó de ella. Y Gala se convirtió en musa del surrealismo.

En 1929, la pareja viaja a Cadaqués para conocer a Dalí. Y se produjo la magia del amor y la atracción. Ella era 10 años mayor que él, pero se enamoraron. Dejó a su marido y se quedó con Dalí.

Gala fue mucho más que musa para Dalí. Fue su administradora, su marchante y el motor de su creatividad, la que ponía orden en el caos del pintor. Y la que le sugería trabajos. Llegó a firmar muchos de sus trabajos como “Gala-Salvador Dalí”. Y son los mejores.

Desde otro ángulo, Gala fue como la Yoko Ono de la Gen del 27. Odiada a partes iguales por Buñuel y por la propia hermana de Dalí, que la acusó de manipuladora y controladora. Pero sin ella, Dalí no habría sido Dalí.

© Texto de William Rivera-Martell en Quora y publicado en La Historia, a color (compartido en las redes sociales). Imagen Dala y Dalí en una cabina autmatica, años 30 (coloreado por Navarrete).

viernes, 1 de marzo de 2024

El collar de Guy de Maupassant

 


 

Era una de esas bonitas y encantadoras muchachas que nacen, como por un error del destino, en una familia de empleados. Sin dote, sin esperanzas, sin posibilidad alguna de ser conocida, comprendida, querida y casada con un hombre rico y distinguido, dejó que la unieran en matrimonio con un modesto empleado del Ministerio de Instrucción Pública.

Fue sencilla porque no podía engalanarse, pero desdichada como una persona venida a menos socialmente; pues las mujeres no tienen ni casta ni raza, constituyendo para ellas la belleza, la gracia y el encanto su cuna y su familia. Su innata finura, su instintiva elegancia, su rapidez mental son su única jerarquía, que iguala a las hijas del pueblo con las más grandes damas.

Sufría sin cesar, porque se sentía nacida para todas las delicadezas y todos los lujos. Sufría por la pobreza de su casa, lo mísero de sus paredes, lo desgastado de las sillas, la fealdad de las telas. Todas estas cosas, a las que otra mujer de su condición no habría dado importancia, a ella la torturaban e indignaban. El ver a la pequeña bretona que hacía las humildes tareas del hogar despertaba en ella una triste añoranza y sueños locos. Soñaba con antecámaras silenciosas, acolchadas con colgaduras orientales, iluminadas por largos tederos de bronce, y con dos altos criados con calzón corto dormidos en anchos sillones, amodorrados por el pesado calor del calorífero. Pensaba en los grandes salones revestidos de seda antigua, en los muebles de precio adornados con chucherías inestimables, y en los saloncitos coquetos, perfumados, hechos para la conversación de cinco horas con los amigos más íntimos, los hombres conocidos y solicitados, a los que todas las mujeres codician y cuyas atenciones anhelan.

Cuando se sentaba para comer delante de la mesa redonda cubierta con un mantel que llevaba usándose tres días, enfrente de su marido que destapaba la sopera declarando con aire encantado: «¡Ah, qué buen cocido! Para mí no hay nada mejor…», pensaba en las comidas refinadas, en la platería reluciente, en los tapices que cubren las paredes de antiguos personajes y pájaros exóticos en medio de un bosque de cuento de hadas; pensaba en los platos exquisitos servidos en vajillas maravillosas, en las galanterías cuchicheadas y escuchadas con una sonrisa de esfinge, mientras comía la carne sonrosada de una trucha o unas alas de pollita cebada.

No tenía ella galas femeninas, ni joyas, nada. Y eran las únicas cosas que le gustaban, aquellas para las que se sentía nacida. Hubiera deseado tanto gustar, ser envidiada, ser seductora y solicitada.

Tenía una amiga rica, una compañera del internado de las monjas a la que no quería ir a ver más, de tanto como sufría al volver a su casa. Y lloraba durante días enteros, de tristeza, de pesar, de desesperación y de desconsuelo.

Ahora bien, una noche, regresó su marido con aire triunfante y trayendo en la mano un gran sobre.

—Toma —dijo—, es para ti.

Ella desgarró nerviosamente el papel y extrajo una carta impresa que decía así: «El ministro de Instrucción Pública y la señora Georges Ramponneau tienen el honor de invitar al señor y a la señora Loisel a la velada que se celebrará el lunes día 18 de enero en los salones del Ministerio».

En vez de sentirse feliz, como se figuraba su marido, tiró con despecho la invitación sobre la mesa murmurando:

—¿Qué quieres que haga con esto?

—Pero, querida, yo pensaba que te alegraría. ¡No sales nunca, y ésta es una oportunidad, una buena oportunidad! No sabes lo que me ha costado conseguirla. Todo el mundo quería una invitación; son muy solicitadas y no se dan muchas a los empleados. Verás a todo el mundo oficial.

Ella le miraba enfurruñada y declaró con impaciencia:

—¿Qué quieres que me ponga para ir allí?

Él no había pensado en ello; balbució:

—Pues el vestido que te pones para ir al teatro, me parece muy bonito.

Calló, asombrado y confuso, al ver que su mujer lloraba. Dos lagrimones rodaban lentamente de las comisuras de sus ojos hacia las de la boca; balbució:

—¿Qué te pasa?

Pero, con un violento esfuerzo, ella se dominó y contestó con tono calmo, secándose sus húmedas mejillas:

—Nada. Sólo que no tengo ningún vestido que ponerme y, por consiguiente, no puedo ir a la fiesta. Dale la invitación a algún colega que tenga una mujer con un mejor guardarropa que yo.

Él estaba disgustado. Dijo:

—Escucha, Mathilde. ¿Cuánto podría costar un vestido de gala conveniente, que podría servirte para otras ocasiones, algo muy sencillo?

Ella reflexionó durante unos segundos, haciendo sus cálculos y pensando también en la suma que podía pedir sin ganarse una negativa inmediata y una exclamación de espanto del ahorrativo empleado.

Finalmente, respondió dudando:

—No sabría decírtelo con exactitud, pero quizá con cuatrocientos francos tendría bastante.

Él había palidecido un poco, pues justamente reservaba esa cantidad para comprarse un rifle con el que cazar al verano siguiente, en la plana de Nanterre, junto con algunos amigos que iban allí a dispararles a las alondras el domingo.

Sin embargo, dijo:

—Está bien. Te doy cuatrocientos francos. Pero trata de conseguir un bonito traje.

El día de la fiesta se acercaba, y la señora Loisel parecía triste, inquieta, ansiosa. Sin embargo, tenía su vestido listo. Su marido le dijo una noche:

—¿Qué te pasa? Te veo extraña desde hace tres días.

Ella respondió:

—Estoy disgustada porque tampoco tengo ni una joya, ni una piedra preciosa, nada que ponerme. Pareceré una miserable. Casi preferiría no asistir a esa velada.

Él prosiguió:

—Te pondrás unas flores naturales. Es muy chic en esta estación. Por diez francos podrías conseguir dos o tres rosas magníficas.

Ella no estaba nada convencida.

—No… No hay nada más humillante que tener aspecto de pobretona entre mujeres ricas.

Pero su marido exclamó:

—¡Qué tonta eres! Ve a ver a tu amiga la señora Forestier y pídele que te preste unas joyas. Te une a ella una amistad lo suficientemente íntima como para poder hacerlo.

Ella lanzó un grito de alegría:

—Es cierto. No se me había ocurrido.

Al día siguiente, se dirigió a casa de su amiga y le contó el apuro en que se hallaba.

La señora Forestier fue hacia su armario de luna, cogió un gran estuche, lo trajo, lo abrió y le dijo a la señora Loisel:

—Elige tú, querida.

Ella vio primero unos brazaletes, luego un collar de perlas y, a continuación, una cruz veneciana, de oro y pedrería, de admirable factura. Se probaba las joyas delante del espejo, dudaba, era incapaz de decidirse a quitárselas, a devolverlas. Preguntaba en todo momento:

—¿No tienes otras?

—Pues sí. Ve mirando, no sé qué prefieres…

De golpe descubrió, en una caja de raso negro, un magnífico collar de brillantes; y su corazón se puso a latir de un deseo inmoderado. Sus manos temblaban al cogerlo. Se lo ciñó a la garganta, sobre su vestido sin escote y se quedó extasiada delante de sí misma.

Luego, preguntó, dubitativa, llena de angustia:

—¿Puedes prestarme éste, nada más que éste?

—Pues claro, por supuesto.

Ella le saltó al cuello a su amiga, la besó arrebatadamente y luego se fue con su tesoro.

Llegó el día de la fiesta. La señora Loisel triunfó. Estaba más bella que todas las demás, elegante, graciosa, sonriente y loca de alegría. Todos los hombres la miraban, preguntaban su nombre, buscaban serle presentados. Todos los secretarios de gabinete querían bailar con ella. El ministro reparó en su presencia.

Ella bailaba con ebriedad, con arrebato, embriagada por el placer, sin pensar en nada, en medio del triunfo de su belleza, de la gloria de su éxito, en una especie de nube de felicidad hecha de todos esos homenajes, de todas esas admiraciones, de todos esos deseos despertados, de esa victoria tan completa y tan dulce para el corazón de las mujeres.

Se fue hacia las cuatro de la noche. Su marido, desde medianoche, dormía en un saloncito desierto con otros tres señores cuyas mujeres se lo pasaban en grande.

Él le echó sobre los hombros las ropas que había traído para la salida, unas ropas modestas de diario, cuya pobreza contrastaba con la elegancia del vestido de baile. Ella se dio cuenta de ello y quiso escapar para no ser vista por las otras mujeres que se arropaban con magníficas pieles.

Loisel la retenía:

—Espera un momento, que vas a coger frío afuera. Llamaré a un coche.

Pero ella no le escuchaba y bajaba rápidamente la escalera. Cuando estuvieron en la calle, no encontraron coche alguno; se pusieron a buscar uno, gritando detrás de los cocheros que veían pasar a distancia.

Bajaron hacia el Sena, desesperados, tiritando. Finalmente encontraron en el muelle uno de esos viejos cupés noctámbulos que se ven en París al hacerse de noche, como si se avergonzaran de su miseria durante el día.

Los llevó hasta la puerta de casa, en la rue des Martyrs, y subieron tristemente a su hogar. Se había acabado para ella. Y él pensaba que tendría que estar en el Ministerio a las diez.

Delante del espejo, ella se quitó las ropas con las que había arropado sus hombros a fin de verse una vez más en su gloria. Pero de repente lanzó un grito. ¡No tenía ya el collar en torno al cuello!

Su marido, ya medio desvestido, preguntó:

—¿Qué te pasa?

Ella se volvió hacia él, como loca:

—Ya no tengo…, no tengo el collar de la señora Forestier.

Él se enderezó, espantado:

—¿Qué?… Pero ¡cómo!… ¡No es posible!

Buscaron entre los pliegues del vestido, en los del abrigo, en los bolsillos, por todas partes. No lo encontraron.

Él preguntó:

—¿Estás segura de que lo llevabas aún al dejar el baile?

—Sí, me lo he tocado en el vestíbulo del Ministerio.

—Pero, de haberlo perdido en la calle, lo habríamos oído caer. Debe de estar en el coche.

—Sí. Es probable. ¿Tienes el número?

—No. ¿Y tú, tú te has fijado en él?

—No.

Se miraron aterrados. Finalmente Loisel se volvió a vestir.

—Voy —dijo— a rehacer todo el trayecto que hemos hecho a pie para ver si lo encuentro.

Y salió. Ella se quedó con el traje de baile puesto, sin tener fuerzas para irse a la cama, abatida en una silla, con el fuego apagado, la mente en blanco.

El marido volvió hacia las siete. No había encontrado nada.

Se dirigió a la prefectura de policía, a los periódicos, para prometer una recompensa, a las compañías de pequeños coches, en fin, a todas partes donde le empujaba una mínima esperanza.

Ella esperó todo el día, en el mismo estado de extravío ante ese espantoso desastre.

Loisel regresó por la noche, con el rostro demacrado, pálido; no había descubierto nada.

—Tienes que escribirle a tu amiga —dijo— para explicarle que se te rompió el cierre de su collar y que lo has llevado a arreglar. Con eso ganaremos tiempo para pensar alguna cosa.

Ella escribió a su dictado.

Al cabo de una semana, habían perdido toda esperanza.

Y Loisel, envejecido cinco años, declaró:

—Habrá que pensar en sustituirlo por otra joya.

Al día siguiente cogieron el estuche y fueron a ver al joyero cuyo nombre figuraba escrito en el interior. Éste consultó el registro.

—No, señora, este collar no lo vendimos nosotros. Sólo el estuche es nuestro.

Fueron de un joyero a otro, buscando un collar idéntico al primero, tratando de hacer memoria, ambos agotados de tristeza y de angustia.

En una joyería del Palais Royal encontraron una gargantilla de brillantes que les pareció idéntica a la que buscaban. Valía cuarenta mil francos; se la dejarían por treinta y seis mil.

Rogaron al joyero que no la vendiera antes de tres días. Y pusieron como condición que se la recomprarían por treinta y cuatro mil francos, si encontraban el otro antes de finales de febrero.

Loisel poseía dieciocho mil francos que le había dejado su padre. El resto lo pediría prestado.

Pidió mil francos a éste, quinientos a otro, cinco luises aquí, tres luises allá. Firmó letras de cambio, se empeñó de forma ruinosa, tuvo que vérselas con usureros y toda clase de prestamistas. Comprometió todo cuanto le quedaba de vida, arriesgó su firma sin saber siquiera si podría salir airoso y, angustiado por la idea del futuro, por la negra miseria que le iba a caer encima, por la perspectiva de las privaciones materiales y de los tormentos morales, fue a comprar el collar nuevo, depositando sobre el mostrador del joyero los treinta y seis mil francos.

Cuando la señora Loisel entregó el collar a la señora Forestier, ésta le dijo con tono seco:

—Hubieras tenido que traérmelo antes; habría podido necesitarlo…

No abrió el estuche, como Mathilde se temía. De haberse dado cuenta del cambio, ¿qué habría pensado? ¿Qué habría dicho? Habría podido tratarla de ladrona.

La señora Loisel conoció la horrible vida de los menesterosos. Por otra parte, tomó la heroica determinación, de repente, de que había que pagar aquella ingente deuda; y la pagaría. Despidieron a la criada, cambiaron de casa; alquilaron una buhardilla.

Ella conoció las duras faenas domésticas, las detestables obligaciones de la cocina. Lavó la vajilla, estropeándose las uñas rosadas con los pucheros grasientos y el fondo de las cacerolas. Lavó con jabón la ropa blanca sucia, las camisas y los trapos de cocina, que ponía a secar en una cuerda; bajó la basura a la calle cada mañana y subió el agua, parándose en cada piso para resoplar. Y, vestida como una pueblerina, fue al frutero, al droguero, al carnicero, con la cesta bajo el brazo, regateando, ultrajada, defendiendo sueldo a sueldo su miserable peculio.

Todos los meses debían pagar letras, renovar otras, ganar tiempo.

El marido trabajaba, por las tardes, llevando la contabilidad de un comerciante; y a menudo, de noche, hacía de copista, a cinco sueldos la página.

Esta vida se prolongó por espacio de diez años.

Al cabo de este tiempo lo habían devuelto todo, incluidos los intereses de los usureros y el montante de los intereses compuestos.

La señora Loisel parecía ahora una vieja. Se había convertido en la mujer fuerte, dura y ruda de las familias pobres. Mal peinada, con las faldas de medio lado y las manos enrojecidas, hablaba en voz alta, lavaba los suelos arrojándoles cubos de agua. Pero a veces, cuando su marido estaba en la oficina, se sentaba ante la ventana y pensaba en esa velada de antaño, en ese baile, donde había estado tan bella y había sido tan agasajada.

¿Qué hubiera sido de ella de no haber perdido el aderezo? ¿Quién sabe? ¿Quién sabe? ¡Qué extraña es la vida, qué mudanzas experimenta! ¡Qué poco hace falta para que uno se pierda o se salve!

Ahora bien, un domingo que había ido a dar una vuelta por los Campos Elíseos, vio de repente a una mujer que paseaba a un niño. Era la señora Forestier, todavía joven, todavía bella, todavía seductora.

La señora Loisel se sintió emocionada. ¿Le dirigiría la palabra? Por supuesto que sí. Y ahora que ella había pagado, se lo contaría todo. ¿Por qué no?

Se acercó.

—Buenos días, Jeanne.

La otra no la reconocía, asombrada de verse llamada de un modo tan familiar por esa mujer ordinaria. Balbució:

—Pero…, señora… No sé… Debe de equivocarse usted.

—No. Soy Mathilde Loisel.

Su amiga lanzó un grito:

—¡Oh!…, mi pobre Mathilde, ¡qué cambiada estás!…

—Sí, he pasado por momentos muy duros, desde la última vez que nos vimos; y también he conocido muchas miserias… ¡y ello por ti!…

—¿Por mí?… ¿Cómo es posible?

—Recordarás perfectamente ese collar de brillantes que me prestaste para ir a la fiesta del Ministerio.

—Sí. ¿Y qué?

—Pues bien, lo perdí.

—¿Cómo que lo perdiste? Pero si me lo devolviste.

—Te devolví otro muy parecido. Llevamos diez años pagándolo. Comprenderás que no ha sido fácil para nosotros que no teníamos nada… Pero por fin se acabó, y me siento muy contenta.

La señora Forestier se había parado.

—¿Dices que compraste un collar de brillantes para sustituir al mío?

—Sí. ¿No te diste cuenta, verdad? Eran muy parecidos.

Y sonreía, con una alegría orgullosa e ingenua.

La señora Forestier, muy conmovida, le cogió las dos manos.

—¡Oh, mi pobre Mathilde! Pero si el mío era falso. ¡Valía como mucho quinientos francos!…

 

© Relato "La parure" (1884) de Guy de Maupassant traducido por José Ramón Monreal

© Imatge Lexicart 

jueves, 22 de febrero de 2024

Conspiraonoicos e ignorantes

 

Hay gente que prefiere creer en conspiraciones, a aprender cosas reales, porqué per a aprender, es necesario estudiar y para creer, no.

 Antes, el tonto del pueblo se quedaba callado. Ahora, se abre un canal de YouTube o TikTok y hace alarde de su ignorancia. No pasa nada. En la segunda mitad de los ochenta trabajé en un instituto municipal que albergaba entre otros, los servicios sociales de convivencia, salud mental, sexología juvenil, etc. Hace tiempo que llegué a la conclusión que los usuarios de estos servicios en los ochenta fueron captados en los noventa por productores sin escrúpulos y así aparecieron en pantalla de la telebasura. Y reinan de la misma manera que el rey Carnaval, pero durante unas temporadas y con mucho más dinero. Así, los medios se van llenando de noticias de vidas privadas que sustituyen las noticias de verdadero interés. Y en el siglo XXI, los canales de las redes sociales se convierten en los nuevos canales de telebasura.


© Manel Aljama (febrero 2024)
Escriptor, Editor, Podcaster, Creador de Continguts i Formador de Tecnologies

© Imagen compratida en Internet



 

jueves, 15 de febrero de 2024

lunes, 12 de febrero de 2024

Un tercio de los españoles sigue sin abrir un libro

 

Un tercio de los españoles sigue sin abrir un libro

 

Madrid, 02/02/2024. El 68 % de la población española lee en su tiempo libre. De ellos, los jóvenes son el segmento de población que tiene más hábito lector, según el informe que presentaron hace unos días los editores españoles, con el patrocinio de CEDRO y la colaboración del Ministerio de Cultura. (https://www.cedro.org/sala-de-prensa/noticias/noticia/2024/02/02/un-tercio-de-los-espanoles-sigue-sin-abrir-un-libro)

El país donde la inquisición duró hasta bien entrado el siglo XIX y a principios del siglo XX, el analfabetismo tocaba el 80% de la población y durante ese siglo, se repite el esquema del XIX: pronunciamientos, liberales contra conservadores...  En los países que se hicieron protestantes, los índices de lectura son más altos, ¿por qué? porque su cultura es más individual, es la de "lee por ti mismo", "es tu propio esfuerzo" ante el "Hijos míos, ¡yo soy la palabra di Dios” y las indulgencias pre y post!   Cualquier esfuerzo por destacar en el estudio es sistemáticamente culpabilizado. "Empollón" es una palabra con significado peyorativo. La equivalente en inglés, nada tiene que ver.

Poco ha cambiado. He escuchado "¿Lees esas tonterías?, creo que era 1970, tenía siete años y se referían a los bolsilibros.  Ahora escucho, "¿Lees bolsilibros?, ¡pero si eso es una frikada, es basura!?" Así acaban en los Encantes, miles de vinilos, libros o material de autores diversos, mientras los responsables de cultura entregan medallitas y favorecen a los bufones que les son fieles. ¡Pero la literatura y la cultura también está en los bolsilibros!

Julio Verne ya lo había visto en "De la Tierra a la Luna". En el capítulo 12, Verne enumera las aportaciones que cada país hace al proyecto (tengo el texto en francés i castellano), más o menos dice: "España país atrasado sólo han dado unos realejos porque dicen que tienen que hacer el ferrocarril (es 1870 y toda Europa ya está conectada) y además la ciencia allí no tiene muchos seguidores, creen que si un cohete llega a la Luna, ésta caerá" Es una transcripción cutre-resumen, pero eso es lo que viene a decir y no se equivoca.

El texto traducido dice más o menos: "Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa que tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que la ciencia en aquel país no está muy considerada. Se halla aún aquel país algo atrasado. Y, además, ciertos españoles, y no de los menos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil, comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la turbase en sus funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo terráqueo. Por lo que pudiera tronar, lo mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos realejos."

Texto Original

Quant à l'Espagne, il lui fut impossible de réunir plus de cent dix réaux [Cinquante-neuf francs quarante-huit centimes.]. Elle donna pour prétexte qu'elle avait ses chemins de fer à terminer. La vérité est que la science n'est pas très bien vue dans ce pays-là. Il est encore un peu arriéré. Et puis certains Espagnols, non des moins instruits, ne se rendaient pas un compte exact de la masse du projectile comparée à celle de la Lune; ils craignaient qu'il ne vînt à déranger son orbite, à la troubler dans son rôle de satellite et à provoquer sa chute à la surface du globe terrestre. Dans ce cas-là, il valait mieux s'abstenir. Ce qu'ils firent, à quelques réaux près.

Traducción 

Respecto a España, no pudo reunir más que ciento diez reales. Dio como excusa que tenía que concluir sus ferrocarriles. La verdad es que la ciencia en aquel país no está muy considerada. Se halla aún aquel país algo atrasado. Y, además, ciertos españoles, y no de los menos instruidos, no sabían darse cuenta exacta del peso del proyectil, comparado con el de la Luna, y temían que la sacase de su órbita; que la turbase en sus funciones de satélite y provocase su caída sobre la superficie del globo terráqueo. Por lo que pudiera tronar, lo mejor era abstenerse. Así se hizo, salvo unos cuantos realejos.

© Manel Aljama (febrero 2024)
Escriptor, Editor, Podcaster, Creador de Continguts i Formador de Tecnologies
© Photo by James Tarbotton on Unsplash