lunes, 20 de octubre de 2008

La amante oficial

Gladys dejó su pequeña y desvencijada casucha en un humilde suburbio de Santa Cruz de Barahona en la República Dominicana donde nació. Tras negociar la visa en el mercado negro y endeudarse de por vida para poder pagar la pensión de sus progenitores y la cirugía correctiva del más chico de sus siete hermanos se embarcó en un jumbo que tardó más de quince horas, contando el embarque y controles, en llegar a Madrid. Era tan fuerte su necesidad que salió en festivo, un 21 de enero, día de la Virgen de la Altagracia. Pero ella no estaba para fiestas. Al bajar del avión notó en el frío enero madrileño y lo lejos que se encontraba de su casa. El taxi le llevó directamente a la agencia de colocación que estaba situada en un señorial piso en el barrio de Salamanca. Desde allí un minifurgón habilitado para llevar personas fue repartiendo la mercancía humana por los barrios del Madrid más poderoso como son Arturo Soria o Puerta de Hierro para acabar la entrega a domicilio en las mansiones de La Moraleja. Por fin le tocó el turno a Gladys. Ella que provenía de una barraca se encontró con un castillo. Era enorme, con tres plantas, rodeado por un esplendoroso jardín y un muro rematado en una puerta con guardia de seguridad. Al poco de llegar, justo tras cerrarse la verja electrónica, el castillo se le mudó en una cárcel.

En la puerta principal le recibió Doña Pura, la jefa del servicio doméstico. A su cargo estaban las dos sirvientas, la cocinera y las dos mujeres de la limpieza. Gladys se preguntaba cuál iba a ser su trabajo. El ama de llaves hizo un repaso de su horario, le enseñó la planta baja, el primer piso de la casa y el dormitorio que ocuparía. Por primera vez en su vida tendría una habitación completa y amueblada para ella sola. En todos los dormitorios había crucifijos y estampas de vírgenes y santos. Esto la tranquilizó, pues a pesar de que ya advirtió que su extrema miseria era producto de la especulación salvaje y de la injusticia, continuaba creyendo y confiando en la doctrina oficial católica cada vez que iba a misa en su pueblo.
—Te presentaré a Doña Concepción, la señora de la casa –explicó con voz firme Doña Pura.
Caminaron hasta una pequeña salita donde la dueña, Doña Concepción, platicaba con Doña Visitación una vieja amiga de la familia materna que ejercía funciones de madrina y guía espiritual o moral.
—Nosotros también pertenecemos a La Obra y mi marido es de Los Legionarios Esclavos del Santo Cilicio. Cada año organizamos una cuestación del pobre. Pero ahora los ayuntamientos de los rojos, han puesto oficinas de atención social. ¡Hay!, ¡Cuánto ateísmo! Yo creo que los pobres no caben en este mundo. Los tendría que recoger Dios. Si el mundo ya va bien con la gente de orden como nosotros, ¿qué necesidad hay de tanto sufrimiento?
—Tiene razón usted doña Visitación, si no fuera por los de nuestra clase, ¿qué sería de esa pobre y desdichada gente? —respondió Doña Concepción.
—Y que lo diga, que el que nace pobre se debe de morir aún más pobre y humilde todavía. ¡No deberían nacer pobres! ¡Eso es la gracia de Dios!
—Amen.
Doña Concepción rondaba los cincuenta, pero muy bien llevados debido a su posición social. Vestía con ropa de boutique de varios salarios una pieza. Al entrar Gladys, la señora la repasó de arriba abajo. A pesar de ser de padres blancos llevaba en su sangre un poco de india arauca con leves toques africanos. Sin llegar a ser una modelo de pasarela tenía la belleza natural y auténtica que producen la mezcla de razas. El abrigo que llevaba puesto no podía esconder sus sensuales formas femeninas. Su ama le tendió la mano de manera segura y distante; con la palma hacia abajo y sin siquiera levantarse de la mesa camilla ante la que estaba sentada. Sobre la mesilla había unas tazas de té vacías y un plato con galletas. Doña Concepción se volvió hacia su interlocutora.
—Si me disculpa tengo que enseñar más tareas a esta nueva empleada que me han traído la agencia. Ya sabe...
—Vaya, vaya usted. Mañana podemos vernos a eso de las cinco en Hontanares. ¿Qué tal unos churros?
—¡Uy no! Ese sitio está lleno de extranjeros. Prefiero los churros en California de la calle Goya. Es mi favorito.
—Como usted diga doña Concepción. Después podemos ir a ver joyerías a Serrano.
—Llámeme Conchi, que me pone años, Doña Visitación.

Con un gesto, indicó a Gladys que la siguiera. Con una mirada comunicó a la jefa que ya había finalizado su labor. Llegaron al dormitorio del matrimonio, una amplia estancia con camas separadas presididas por un crucifijo en el medio, un corazón de Jesús en la derecha y una virgen voladora en la izquierda. En una de las mesillas había una foto enmarcada en blanco y negro del vetusto fundador de La Obra. Todo estaba limpio, intacto e impoluto. Prosiguieron el recorrido y entraron en otra habitación donde sorprendentemente no había crucifijos. Eso sí la decoración era un poco pasada de moda pero para Gladys podría ser el último grito. En esta pieza destacaba la cama pues era de matrimonio que estaba rematada en una colcha de color rojo chillón. Las paredes del cuarto eran de rosa pálido y el techo bien podía ser crudo.
—Aquí trabajaras los jueves por la tarde. Hasta por lo menos las nueve de la noche.
—¿Y que haré aquí?
—¡Deberías saberlo! ¿No te lo ha explicado la gobernanta?
—Bueno, me explicaron que mi labor será de ayudar a las sirvientas a hacer las camas. Llevar la comida al salón cuando me lo indiquen. Y cosas así, sólo ayudar a las sirvientas. También me dijeron que más adelante usted me daría más tareas y que dentro de un mes me enseñarían la máquina de lavar ropa.
—¿Eso ha sido todo?
—Sí.
—Se dice, "Sí señora". ¿Acaso no te han enseñado educación en tu pueblo?
Cuánto deseba Gladys estar bailando bachata y merengue en las fiestas de agosto en su tierra natal. La realidad era cruda. Ya no había marcha atrás. Era necesario aguantar.
—Te explico —prosiguió la dueña—, yo estoy felizmente casada, gracias a Dios. Pero Dios todopoderoso no nos ha permitido tener hijos.
—¿No pudieron adoptar?
—¡Insolente! ¿No interrumpas nunca a tu ama? ¡No hables si no se te pide! ¡Maleducada! —bramó la dueña.
—¡Perdone, señora! ¡Disculpe! No se enoje conmigo. Recién acabo de llegar.
—¡Cada vez vienen peor! ¡Hablaré con la agencia! —exclamó el ama mirando hacia otro lado.
El rostro de Gladys estaba a punto de echarse a llorar. Si la despedían no podía ni imaginar lo que le sucedería a su familia. La señora prosiguió:
—Como te decía, Dios no nos reservó tener hijos. Yo me he consagrado en la piedad y en las obras de caridad. Gracias a ellas tú estás aquí a mi servicio. Considérate afortunada. Gladys asintió sin siquiera musitar.
—Mi marido de tanto en tanto se siente atraído por otras mujeres. Mi confesor me enseñó que esto es natural en los hombres y nosotras no podemos oponernos. Es parte de la obligación del matrimonio. Estamos para confortar al marido en todo. Cualquier cosa del marido es más importante que todos los problemas de una sola mujer. Es el castigo bíblico y es la cruz que todas las mujeres tenemos que llevar. —Gladys hizo un gesto como de querer hablar.
—Cuando mi esposo desea tener ayuntamiento carnal conmigo yo accedo pero lo hacemos con la luz apagada, como Dios manda. Pero él, que Dios le juzgue, quiere hacer cosas inusuales de esas que han venido del extranjero y han propagado los socialistas. Tengo miedo de que busque otra mujer. Yo no quiero que visite esas casas de lenocinio a coger enfermedades. Y mucho menos que una advenediza secretaria de Móstoles, hija de ajustador mecánico y sindicalista se queda preñada de él. ¿Comprendes? —dijo mientras la miraba fijamente a los ojos.
—No, señora. No comprendo que me quiere decir —respondía la pobre muchacha confundida del todo.
—A ver si te enteras, tú has venido aquí para ser la amante de mi marido, pero cuando yo no esté y siempre en esta habitación. Jamás se te ocurra ir nunca a nuestra habitación y mancillar nuestro tálamo conyugal. Y por supuesto ni una palabra a nadie. ¡Te va la vida en ello!
—Señora —dijo atreviéndose y casi sin llegar a comprender del todo a la dueña.
—Vas a ser la amante oficial. ¿No te lo habían dicho?
La cabeza de Gladys era ya un volcán en erupción. La sangre se había agolpado en sus sienes. El corazón estaba a cien. Ahora ya no sonaba música, ya no se escuchaba la bachata y mucho menos el merengue. Su pueblo quedaba ya muy pero que muy lejos.


© Manel Aljama (maljama), junio de 2005

4 comentarios:

  1. Pobre muchacha, aún en su desgracia podría haber sido peor, cayendo en manos de esos desaprensivos que mantienen en la esclavitud a muchachas hasta que se cobran las costas de su viaje, o mejor sería decir hasta que quieren o ellas logran escapar. Me gustó reconocer en los diálogos esos pensamientos extremos que moldean la vida a su antojo, sin importarles nada más que su propia existencia, la única y válida. Terrible. Me gustó.
    Besos.
    Carmen

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  2. Aunque en otro portal, que tú bien conoces, ya te lo comenté, vuelvo a hacerlo aquí por ser uno de los relatos tuyos que más me sorprendió en su momento (hace unos tres años), y es que retrata muy bien esa hipocresía, esa altanería insufrible de la gente de buena posición de la burguesía madrileña que además pertenece, confiesa y comulga con los apostolados de esa detestable organización que es el Opus. Una rancia y acartonada cotorra buscándole una concubina a su amante esposo para que todo quede en casa es el colmo de la falsedad con la que actúa esa secta.
    Se merecen un Código Da Vinci-2.

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  3. Joder, terrible. Sé que exageras (aunque en esto pueda haber más base de verdad de la que parezca), pero no dejas de mostras de manera exacerbada un modelo qued e hecho existe, y que por desgracia no tiene pinta de que vaya a cambiar. Un descubrimiento, sí señor. te enlazo ahora mismo.

    Un saludo,


    Pedro.

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  4. Me ha encantado la historia. Espero ansioso poder tener ratos libres para llenar con la lectura de tu blog. Te deseo suerte en 20 minutos, donde concurso tambien en cine, y que sigas ofreciendonos tus relatos.

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Gracias por tu colaboración.