lunes, 25 de mayo de 2009

Gracias a Dios se acabó todo

Fuente: Internet (manip. elect.) Hawley Crippen en 1911

Con las máquinas a su máxima potencia el Laurentic alcanzaría el Montrose en un par de días. A bordo iba Walter Dew el inspector jefe de Scotland Yard. Años atrás había conseguido renombre en el famoso caso de las prostitutas asesinadas de WhiteChapel. Algunos rotativos todavía dudaban de la veracidad del mismo y hasta de la existencia del asesino al que nunca logró ponerle el guante encima. Aun así en cuanto cesaron los crímenes el inspector Dew fue condecorado y ascendido. El objetivo de Walter ahora era otro. Los dos barcos se dirigían, bordeando el Círculo Polar Ártico, hacia el Canadá, pero Dew tenía la imperiosa necesidad de llegar antes. Para lograrlo contaba con la maquinaria del Laurentic, un buque más moderno y más veloz que el que todavía le llevaba la delantera. A bordo del Montrose su capitán había ordenado aminorar la marcha. Quería así colaborar con la justicia. Ajenos a estas maniobras, Hawley Crippen y Ethel Le Neve que seguía pensando que el pelo corto como un chico no le quedaba mal, esperaban finalizar pronto la dilatada travesía del océano. Una nueva vida y, un futuro mejor, les esperaba en el Quebec. Por su parte el Doctor Crippen que estaba convencido de que sus profundos conocimientos de química le proporcionarían un trabajo estable y bien pagado en el Canadá, aunque no estaba tan satisfecho de sus dotes de persuasión. Pues por culpa de eso se hallaban los dos en la nave. Sabía que había levantado sospechas pero ignoraba que le habían considerado el principal sospechoso desde el primer interrogatorio. Hawley era profundamente religioso y estaba feliz consigo mismo. Creía que había hecho “lo correcto” y no tenía nada que temer; “Dios proveerá” se decía siempre antes de acostarse. Se introdujo la mano en el bolsillo delantero de su americana. Tocó convulsivamente una vez más el botecillo de aconitina que se había traído consigo por si las oraciones no surtían efecto a la hora de librarle de todo mal. Ethel, enamorada y ajena a los tormentosos pensamientos de su novio, disfrutaba del viaje. Faltaban tan sólo cuatro jornadas para llegar a su destino. Tenía la sensación de que el trayecto se alargaba, de que las jornadas se hacían eternas. Se consoló pensando que el capitán quería que el pasaje disfrutase así de las bellezas polares que normalmente los ciudadanos europeos no tienen al alcance de su vista. Cuando se anunció que en menos de veinticuatro horas se empezaría la maniobra de atraque en el puerto del Quebec, Dew respiró aliviado y Ethel se llenó de júbilo porque el crucero le había supuesto muchos mareos y regurgitaciones. En esa misma mañana la embarcación se detuvo en alta mar. Nadie sabía nada. Se mandó por los altavoces que todos los viajeros permanecieran en sus camarotes. Del Montrose se abrió una escotilla y se dejó caer una escalerita por la que la policía del Canadá pudo abordar la nave. Les recibió el capitán que fue quien les condujo a su objetivo. Dentro el doctor Crippen y Ethel desconocían lo que pasaba. Oyeron golpear la puerta con insistencia. Se levantó y abrió. Enfrente se encontró de nuevo con Dew que no necesitó presentarse. Le enseñó la orden de detención:
—Queda usted detenido, se le acusa del asesinato y descuartizamiento de su esposa Cora Crippen. Encontramos los restos en su domicilio el día después de su huída.
—Gracias a Dios todos se ha acabado —respondió el Doctor Crippen al tiempo que metía instintivamente su mano en el bolsillo para comprobar si todavía disponía del botecillo...

© Manel Aljama (mayo 2009)

miércoles, 20 de mayo de 2009

El enigma Poupardin

Fuente Internet Museo del Louvre aprox 1911
El inspector jefe de la Policía de París, Gerard Poupardin estaba plenamente satisfecho recibiendo los felicitaciones de los presentes en la fiesta que casi podía decirse que era en su honor. Se había reabierto el Salón Carré del Museo del Louvre, el que dedicaba a la pintura italiana del siglo XVI. En esta ocasión estaba engalanado con cintas con los colores de la bandera de la “republique”. Recibió no sólo elogios por parte del prefecto de policía sino también del mismísimo Armand Fallières el presidente de la “Troisième République” pues el caso se había convertido en un tema de estado.
Los operarios de limpieza también estaban invitados a la fiesta y además habían sido condecorados. Aprovecharon la ocasión para sustituir el vino malo de sus habituales borracheras por el exquisito champagne de la celebración. Había el doble de vigilancia de un día normal quizá no por el cuadro que había vuelto entero al museo sino tal vez por la presencia de diputados y cargos públicos temerosos de dejarse ver en público sin ninguna protección. Todo eran halagos para Gerard Poupardin. Se le equiparaba a héroe nacional pues había devuelto la “Mona Lisa” intacta y había detenido a Vincenzo Perugia, el principal sospechoso del robo. En todos los corrillos se contaban anécdotas del eficaz trabajo del inspector, de su astucia en dar con el paradero de los malhechores y de cómo detuvo a la banda.
—¿Y cómo sabe usted que el detenido no es el fanático italiano y pintor de brocha gorda que dice ser, sino un hombre de paja al servicio de un afamado falsificador como se rumorea? ¿Qué hacía un hombre como él en poder de una lista con los siete mayores compradores de obras de arte robadas? ¡Gerard! ¿Cómo puede demostrar que en todo este tiempo el falsificador no pudo hacer hasta siete copias, quizá más, del original y habernos devuelto una falsificación junto con el desgraciado de Perugia?
—¿Y cómo puede probar todo eso? No es más que un rumor. Yo quizá no pueda probar con total exactitud lo mío pero usted Gaston, tampoco lo suyo. No me estropee la fiesta por favor. Brindemos por el nuevo año 1912.

© Manel Aljama (mayo 2009)

lunes, 18 de mayo de 2009

Los Pocillos de Benedetti

 


Los pocillos eran seis: dos rojos, dos negros, dos verdes, y además importados, irrompibles, modernos. Habían llegado como regalo de Enriqueta, en el último cumpleaños de Mariana, y desde ese día el comentario de cajón había sido que podía combinarse la taza de un color con el platillo de otro. "Negro con rojo queda fenomenal", había sido el consejo estético de Enriqueta. Pero Mariana, en un discreto rasgo de independencia, había decidido que cada pocillo sería usado con su plato del mismo color.
"El café ya está pronto. ¿Lo sirvo?", preguntó Mariana. La voz se dirigía al marido, pero los ojos estaban fijos en el cuñado. Este parpadeó y no dijo nada, pero José Claudio contestó: "Todavía no. Esperá un ratito. Antes quiero fumar un cigarrillo". Ahora sí ella miró a José Claudio y pensó, por milésima vez, que aquellos ojos no parecían de ciego. La mano de José Claudio empezó a moverse, tanteando el sofá. "¿Qué buscás?" preguntó ella. "El encendedor". "A tu derecha". La mano corrigió el rumbo y halló el encendedor. Con ese tembló: que da el continuado afán de búsqueda, el pulgar hizo girar varias veces la ruedita, pero la llama no apareció. A una distancia ya calculada, la mano izquierda trataba infructuosamente de registrar la aparición dei calor. Entonces Alberto encendió un fósforo y vino en su ayuda. "¿Por qué no lo tirás?" dijo, con una sonrisa que, como toda sonrisa para ciegos, impregnaba también las modulaciones de la voz. "No lo tiro porque le tengo cariño. Es un regalo de Mariana". Ella abrió apenas la boca y recorrió el labio inferior con la punta de la lengua. Un modo como cualquier otro de empezar a recordar. Fue en marzo de 1953, cuando él cumplió treinta y cinco años y todavía veía. Habían almorzado en casa de los padres de José Claudio, en Punta Gorda, habían comido arroz con mejillones. y después se habían ido a caminar por la playa. El le había pasado un brazo por los hombros y ella se había sentido protegida, probablemente feliz o algo semejante. Habían regresado al apartamento y él la había besado lentamente, amorosamente, como besaba antes. Habían. inaugurado el encendedor con un cigarrillo que fumaron a medias. Ahora el encendedor ya no servía. Ella tenia poca confianza en los conglomerados simbólicos, pero, después de todo, ¿qué servía aún de aquella época? "Este mes tampoco fuiste al médico", dijo Alberto. "¿Querés que te sea sincero?''. "Claro." "Me parece una idiotez de tu parte." "¿Y para qué voy a ir? ¿Para oírle decir que tengo una salud de roble, que mi hígado funciona admirablemente, que mi corazón golpea con el ritmo debido, que mis intestinos son una maravilla? ¿Para eso querés que vaya? Estoy podrido de mi notable salud sin ojos." La época anterior a la ceguera. José Claudio nunca había sido un especialista en la exteriorización de sus emociones, pero Mariana no se ha olvidado de cómo era ese rostro antes de adquirir esta tensión, este presentimiento. Su matrimonio había tenido buenos momentos, eso no podía ni quería ocultarlo. Pero cuando estalló el infortunio, él se había negado a valorar su 'amparo, a refugiarse en ella. Todo su orgullo se concentró en un silencio terrible, testarudo, un silencio que seguía siendo tal, aun cuando se rodeara de palabras. José Claudio había dejado de hablar de sí. "De todos modos deberías ir", apoyó Mariana. "Acordate de lo que siempre te decía Menéndez". "Cómo no que me acuerdo: Para Usted No Está Todo Perdido. Ah, y otra frase famosa: La Ciencia No Cree En Milagros. Yo tampoco creo en milagros." "¿Y por qué no aferrarte a una esperanza? Es humano". "¿De veras?" Habló por el costado del cigarrillo. Se había escondido en sí mismo. Pero Mariana no estaba hecha para asistir, simplemente para asistir, a un reconcentrado. Mariana reclamaba otra cosa. Una mujercita para ser exigida con mucho tacto, eso era. Con todo, había bastante margen para esa exigencia; ella era dúctil. Toda una calamidad que él no pudiese ver; pero ésa no era la peor desgracia. La peor desgracia era que estuviese dispuesto a evitar, por todos los medios a su alcance, la ayuda de Mariana. El menospreciaba su protección. Y Mariana hubiera querido --sinceramente, cariñosamente, piadosamente- protegerlo. Bueno, eso era antes; ahora no. El cambio se había operado con lentitud. Primero fue un decaimiento de la ternura. El cuidado, la atención, el apoyo, que desde el comienzo estuvieron rodeados por un halo constante de cariño, ahora se habían vuelto mecánicos. Ella seguía siendo eficiente, de eso no cabía duda, pero no disfrutaba manteniéndose solícita. Después fue un temor horrible frente a la posibilidad de una discusión cualquiera. El estaba agresivo, dispuesto siempre a herir, a decir lo más duro, a establecer su crueldad sin posible retroceso. Era increíble como hallaba siempre, aun en las ocasiones menos propicias, la injuria refinadamente certera, la palabra que llegaba hasta el fondo, el comentario que marcaba a fuego. Y siempre desde lejos, desde muy atrás de su ceguera, como si ésta oficiara de muro de contención para el incómodo estupor de los otros. Alberto se levantó del sofá y se acercó al ventanal. "Qué otoño desgraciado", dijo. "¿Te fíjaste?". La pregunta era para ella. "No", respondió José Claudio. "Fíjate vos por mí". Alberto la miró. Durante el silencio, se sonrieron. A1 margen de José Claudio, y sin embargo a propósito de él. De pronto Mariana supo que se había puesto linda. Siempre que miraba a Alberto, se ponía linda. El se lo había dicho por primera vez la noche del veintitrés de abril del año pasado, hacía exactamente un año y ocho días: una noche en que José Claudio le había gritado cosas muy feas, y ella había llorado, desalentada, torpemente triste, durante horas y horas, es decir hasta que había encontrado el hombro de Alberto y se había sentido comprendida y segura. ¿De dónde extraería Alberto esa capacidad para entender a la gente? Ella hablaba con él, o simplemente lo miraba, y sabía de inmediato que él la estaba sacando del apuro. "Gracias", había dicho entonces. Y todavía ahora, la palabra llegaba a sus labios directamente desde su corazón, sin razonamientos intermediarios, sin usura. Su amor hacia Alberto había sido en sus comienzos gratitud, pero eso (que ella veía con toda nitidez) no alcanzaba a depreciarlo. Para ella., querer había sido siempre un poco agradecer y otro poco provocar la gratitud. A José Claudio, en los buenos tiempos, le había agradecido que él. tan brillante, tan lúcido, tan sagaz, se hubiera fijado en ella, tan insignificante. Había fallado en lo otro, en eso de provocar la gratitud, y había fallado tan luego en la ocasión más absurdamente favorable, es decir, cuando él parecía necesitarla más. A Alberto, en cambio, le agradecía el impulso inicial, la generosidad de ese primer socorro que la había salvado de su propio caos, y, sobre todo, ayudado a ser fuerte. Por su parte, ella había provocado su gratitud, claro que sí. Porque Alberto era un alma tranquila, un respetuoso de su hermano, un fanático del equilibrio, pero también, y en definitiva, un solitario. Durante años y años, Alberto y ella habían mantenido una relación superficialmente cariñosa, que se detenía con espontánea discreción en los umbrales del tuteo y sólo en contadas ocasiones dejaba entrever una solidaridad algo más profunda. Acaso Alberto envidiara un poco la aparente felicidad de su hermano, la buena suerte de haber dado con una mujer que él consideraba encantadora. En realidad, no hacía mucho que Mariana había obtenido la confesión de que la imperturbable soltería de Alberto se debía a que toda posible candidata era sometida a una imaginaria y desventajosa comparación. "Y ayer estuvo Trelles", estaba diciendo José Claudio; "a hacerme la clásica visita adulona que el personal de la fábrica me consagra una vez por trimestre. Me imagino que lo echarán a la suerte y el que pierde se embroma y viene a verme". "También puede ser que te aprecien", dijo Alberto, "que conserven un buen recuerdo del tiempo en que los dirigías, que realmente estén preocupados por tu salud. No siempre la gente es tan miserable como te parece de un tiempo a esta parte". "Qué bien. Todos los días se aprende algo nuevo". La sonrisa fue acompañada de un breve resoplido, destinado a inscribirse en otro nivel de ironía. Cuando Mariana había recurrido a Alberto, en busca de protección, de consejo, de cariño, había tenido de inmediato la certidumbre de que a su vez estaba protegiendo a su protector, de que él se hallaba tan necesitado de amparo como ella misma, de que allí, todavía tensa de escrúpulos y quizá de pudor, había una razonable desesperación de la que ella comenzó a sentirse responsable. Por eso, justamente, había provocado su gratitud, por no decírselo con todas las letras, por simplemente dejar que él la envolviera en su ternura acumulada de tanto tiempo atrás, por sólo permitir que él ajustara a la imprevista realidad aquellas imágenes de ella misma que había hecho transcurrir, sin hacerse ilusiones, por el desfiladero de sus melancólicos insomnios. Pero la gratitud pronto fue desbordada. Como si todo hubiera estado dispuesto para la mutua revelación, como si sólo hubiera faltado que se miraran a los ojos para confrontar y compensar sus afanes, a los pocos días lo más importante estuvo dicho y los encuentros furtivos menudearon. Mariana sintió de pronto que su corazón se había ensanchado y que el mundo era nada más que eso: Alberto y ella. "Ahora sí podés calentar el café", dijo José Claudio, y Mariana se inclinó sobre la mesita ratona para encender el mecherito de alcohol. Por un momento se distrajo contemplando los pocillos. Sólo había traído tres, uno de cada color. Le gustaba verlos así, formando un triángulo. Después se echó hacia atrás en el sofá y su nuca encontró lo que esperaba: la mano cálida de Alberto, ya ahuecada para recibirla. Qué delicia, Dios mío. La mano empezó a moverse suavemente y los dedos largos, afilados, se introdujeron por entre el pelo. La primera vez que Alberto se había animado a hacerlo, Mariana se había sentido terriblemente inquieta, con los músculos anudados en una dolorosa. contracción que le había impedido disfrutar de la caricia. Ahora estaba tranquila y podía disfrutar. Le parecía que la ceguera de José Claudio era una especie de protección divina. Sentado frente a ellos, José Claudio respiraba normalmente, casi con beatitud. Con el tiempo, la caricia de Alberto se había convertido en una especie de rito y, ahora mismo, Mariana estaba en condiciones de aguardar el movimiento próximo y previsto. Como todas las tardes la mano acarició el pescuezo, rozó apenas la oreja derecha, recorrió lentamente la mejilla y el mentón. finalmente se detuvo sobre los labios entreabiertos. Entonces ella, como todas las tardes, besó silenciosamente aquella palma y cerró por un instante los ojos. Cuando los abrió, el rostro de José Claudio era el mismo. Ajeno, reservado, distante. Para ella, sin embargo, ese momento incluía siempre un poco de temor. Un temor que no tenía razón de ser, ya que en el ejercicio de esa caricia púdica, riesgosa, insolente, ambos habían llegado a una técnica tan perfecta como silenciosa. "No lo dejes hervir'', dijo José Claudio. La mano de Alberto se retiró y Mariana volvió a inclinarse sobre la mesita. Retiró el mechero, apagó la llamita con la tapa de vidrio, llenó los pocillos directamente desde la cafetera. Todos los días cambiaba la distribución de los colores. Hoy sería el verde para José Claudio, el negro para Alberto, el rojo para ella. Tomó el pocillo verde para alcanzárselo a su marido, pero, antes de dejarlo en sus manos, se encontró además, con unas palabras que sonaban más o menos así: "No, querida. Hoy quiero tomar en el pocillo rojo".
de Mario Benedetti, Montevideanos (1959)

jueves, 14 de mayo de 2009

Secreto de mujer

Fuente Internet
Ojeaba incunables abandonados en las librerías especializadas en libros usados y de ocasión del bulevar de Saint Germain. A pesar de eso no se sentía un bicho raro, sino todo lo contrario, un distinguido caballero interesado por la cultura. Joven, apuesto, soltero y con una buena renta no tenía que preocuparse por figurar como el resto de petimetres contemporáneos de su generación en el París de finales del siglo XIX. Allí la encontró o más bien creyó haberla encontrado. La mujer de sus sueños, alta, espigada y una tez tan pálida como el rubio de su cabello. Allí, en la librería La Ville, a tan sólo unos pocos y viejos volúmenes de filosofía de distancia de él. Abandonó el sitio casi sin saludar al encargado. Él hizo lo mismo. Anduvo tras sus pasos. La perdió de vista. Pasó una semana terrible. Y cuando ya estaba resignado a no volverla a ver nunca más coincidieron en el baile benéfico que organizaba el Embajador británico los primeros domingos de mes. Cruzaron las miradas. Se reconocieron. Suspiró él. Ella se mostró esquiva e inaccesible. Pero en aquella época eso era normal en una dama. Aún así consiguió dirigirle la palabra y arrancarle, con cierto desdén, un encuentro para el viernes siguiente. La semana le pareció eterna. Llegado el día acudió al lugar convenido pero ella no se presentó. Había enviado un criado con una nota. El joven no se rindió y siguió al lacayo hasta su casa. Llamó a puerta. Ella le hizo pasar y le pidió que no hiciese preguntas. Lo acató pero suplicó verla de nuevo. Logró una nueva cita en un Café discreto, si es que se podría calificar así, los establecimientos de la Rue de Comartin, cerca de la Ópera. No las tuvo todas consigo a causa del plantón y mandó a su sirviente seguirla durante aquel día. El asistente le informó que su amada había visitado una vivienda de las de alquiler de la rue de Saint Honoré pero que no le parecía un sitio ni mucho menos indecoroso. De todos modos él pensó que ella ocultaba un secreto, un terrible y cruel secreto. Se atormentó pensando si ella era una de esas mujeres de alquiler de lujo. Era un mar de dudas. Por la tarde cuando se vieron sacó el tema. Ella se enfadó al saberse espiada. Se marchó llorando sin tomar nada. Él continuó con la incertidumbre. Desengañado resolvió partir para América. Estuvo casi cuatro meses fuera. A la vuelta, arrepentido volvió a visitarla, como para pedir perdón. Los criados le dieron la noticia. La señora había fallecido hacía unos tres meses. Todo empezó un día que volvió a casa de una visita. Se encerró en su cámara y no quiso hablar con nadie. Entró en una gran depresión, se negó a comer y murió de inanición unas semanas después. Lleno de lágrimas se dirigió a las casas de alquiler de la rue de Saint Honoré. Golpeó al timbre. Salió el ama de llaves a la que preguntó facilitando la descripción de la mujer. Le explicó que solía venir hacía meses. Ella preguntó si él era un familiar. Se atrevió a responder que era su prometido. La terrible pregunta tuvo al fin la respuesta más cruel:
—Venía sola y se estaba horas y horas en la habitación leyendo. Pagaba sus facturas con puntualidad. Hace unos cuatro meses que no la veo.

© Manel Aljama (mayo 2009)

domingo, 10 de mayo de 2009

Mi madre sí que me quería

Fuente: Internet y manipulada Joseph/John Merrick
Se quitó el pestilente y sucio saco que hacía las veces de capucha. Los gritos de horror y pánico se mezclaron con alguna que otra risotada. Contrastaban con la estoicidad o puede que la resignación del hombre. A pesar de la poca claridad del recinto se podía observar con nitidez la asimetría de su cuerpo y las grandes deformaciones de su cráneo, así como los surcos, tumoraciones, papilomas verrugosos y erupciones grisáceas que plagaban su piel. Alguien pidió que lo llevasen a la hoguera. Otros que fuese encerrado en el zoo, con los elefantes. Los que se creían más sensatos empezaron a abandonar el recinto conteniendo los estertores y las arcadas que su moral victoriana les impedía soportar. De la mano firme del doctor Treves abandonó aquel antro lleno de ignominia y bestialidad. En su huída dejaron atrás enanos, payasos que daban miedo, jaulas de leones y tigres, un domador de serpientes y al gordo y seboso director del circo. El coche de caballos los condujo de la carpa que estaba en WhiteChapel Road, enfrente del Hospital de Londres, a la Sociedad de Patología de Londres. Para mr. Treves era su oportunidad. Allí ante la élite clínica londinense explicó su conmovedora y terrible historia. Notaron de sobras el gran contraste que por su manera de hablar y por su cultura tenía respecto a muchos de los habitantes de clase baja de Londres. Le hicieron un sinfín de preguntas a las que respondió con detalle y precisión. Se permitió hasta incorporar elementos literarios a la narración.
—A mi madre la empujaron bajo las patas de un elefante cuando estaba embarazada de mí. Aunque no nací deforme —les explicó. Y añadió que sus deformaciones eran una colección de colinas y valles; que su infancia fue infeliz tras la muerte de su madre, porque su madre sí que le quería.
Muchos de los presentes, hubiesen puesto su mano en el fuego para defender que las deformaciones de aquel ser habrían afectado también su cerebro. Les explicó que hacía dos años que le habían extirpado, en una intervención quirúrgica, la larga trompa que nacía bajo su nariz y le había dado su famoso nombre. Por un instante reparó en las expresiones de pavor de alguno de los facultativos. Pero por amistad hacia Treves aguantó con frialdad.
—¡Soy un hombre! —Sentenció en voz alta a pesar de la dificultad en los labios— ¡Me llamo Joseph Merrick! ¡Soy un hombre! —repitió. Acto seguido se vistió y abandonó la sala ante la estupefacción de los presentes.

© Manel Aljama (mayo 2009)

jueves, 7 de mayo de 2009

No sé leer

© Manel Aljama (1984) Parc Ciutadella
Las feligresas más rezagadas hacia rato que habían huido. El rollizo párroco prefirió esconderse en un viejo confesionario. Quería salvar o tal vez apropiarse al menos del relicario que estaba repujado en oro. Hacía ya tiempo que la fe no era el objetivo de su vida. El calor era sofocante dentro de aquel armario de madera y el sudor empapaba la polvorienta sotana. Su respiración era agitada. Pensó que el corazón iba a reventarle las costillas. Escuchó aproximarse el alboroto y los pasos de la muchedumbre más hambrienta de justicia que de comida. Creyó oler el fuego de las antorchas encendidas. No pudo frenar sus esfínteres.
—¡Esto es el Apocalipsis! ¡Ha llegado mi hora! —dijo al ser descubierto en indecorosa posición. Se santiguó. Los presentes, aunque no estaban avezados al aseo cotidiano, hicieron un gesto de asco en cuanto sintieron el hedor. El movimiento de las llamas acentuaba o dulcificaba los rostros.
—No se nos queje, señor vicario, sólo estamos limpiando esta podredumbre de su “madre” iglesia —respondió el que parecía dirigir la turba—. Ande, ande, llévese algo, pero sólo una cosa. “Usté” nos perdone pero no queremos ni curas ni amos y tampoco queremos ir a la guerra, que somos reservistas con niños que alimentar.
El clérigo no respondió. Le dejaron marchar. A pesar de lo rechoncho que era demostró una rapidez digna de un galgo. Le permitieron llevarse consigo el relicario y la recaudación del cepillo. Acto seguido empezó el saqueo. El tropel más dócil recorrió las dependencias plagadas de retablos e imágenes litúrgicas. Su analfabetismo les impedía valorar cualquier belleza artística. Entraron en la parte que pertenecía al convento. En el pasillo encontraron una serie de puertas bajas que daban a cuartos ciegos que estaban vacíos. Pero en uno de ellos quedaron petrificados. Parecía una sala de tortura. Había una cadena con grilletes de esas de atar pies y manos, colgada del techo. Los más exaltados llegaron al claustro y se comportaron como auténticos sabuesos. No tuvieron dificultad en revolver la tierra. Su sorpresa no fue menor pues hacía poco que se habían hecho inhumaciones. Descubrieron fetos envueltos en paños junto con otros esqueletos de niños y el de alguna que otra novicia momificada en torpes y harapientos vendajes.
—Oye, esto que está escrito aquí, me parece que no es cristiano... ¿tú que dices? —preguntó uno de los visitantes del convento mientras sostenía la tea encendida para iluminar una lápida escrita en extraños caracteres y decorada con crucifijos invertidos.
—¡Vete tú a saber! —Respondió otro que también enarbolaba su antorcha—, Yo no sé leer. A más, el techo es de madera, quememos a estos curas de una maldita vez —concluyó decidido.
No dudaron en su cometido. En toda la ciudad como de forma sincronizada empezó la ceremonia purificadora. Numerosas y enormes columnas de humo y llamas se alzaron por doquier. Pillaje y saqueo incontrolado se convirtió en habitual. La batalla se libraba barrio a barrio, manzana a manzana. Los miembros de la Guardia de Asalto que no habían podido desertar intentaban protegerse para salvar sus vidas. Muchos disparos con más muertos entre los parias desheredados que entre los burgueses y los clérigos. El municipio ganó de todos modos terrenos para unas cuantas plazas y parques públicos. La prensa habló de revolución y señaló como instigador a un masón defensor de la libre enseñanza. Y la Inquisición que se hacía aún llamar Santo Oficio tuvo una razón más para la venganza sumarísima.

© Manel Aljama (mayo 2009)

sábado, 2 de mayo de 2009

Yo soy la luz

© Manel Aljama 1978 manipulada electronicamente
Roberto se sentía muy contento, lleno de alegría, pletórico. No podía contener tanta euforia que él desprendía. Ya no sentía ese malestar que le atormentaba tan a menudo. Desde hacía unos años había encontrado la manera de combatir el dolor. Desde que se jubiló se le habían acumulado los achaques. Pero gracias a las medicinas podía tirar para adelante. Su ánimo cambiaba según hiciese sol o encontrase el cielo tapado por las nubes. Muchas noches solía desvelarse malhumorado. Pero por suerte siempre tenía la farmacopea en pastillas, píldoras, grageas, jarabe o en polvo. Últimamente había añadido a su dieta vino barato que compraba en el supermercado cuando de tanto en tanto disponía de algunas monedas que la gente le tiraba. Decía que el alcohol le ayudaba a diluir la ponzoña que le producían los medicamentos. Se había metido más polvo del habitual, como para saciarse la ansiedad, y, flotando en su felicidad, se echó un trago más. Dio un paso. Titubeó o quizá se tambaleó. De repente vio a lo lejos una luz que parecía acercarse. El entusiasmo le hizo ver que era el momento. Sí, lo mejor sería salir al su encuentro. Siguió la raya de polvo blanco que le trazaba el sendero desde y hacia la luminosidad. Avanzó con gestos de autómata. Como si hubiese recibido una llamada que no podía dejar de atender. La claridad se iba haciendo más y más grande a medida que se adentraba en ella. Estaba como embriagado por el fulgor que llenaba todo su campo visual. Ya casi la tocaba, sentía una alegría inmensa. Le pareció ver dos fuentes de luz en vez de una. Lo achacó al efecto de tanta medicina. El resplandor se hacia más y más grande. Dudó por un instante. Finalmente se decidió:
—¡Voy hacia la luz!, ¡soy una estrella!, ¡soy la luz!
Se fundió como un destello. No escuchó nada. No sintió dolor alguno.

Los boletines de noticias de las emisoras de radio y los teletipos de las agencias de prensa reflejaron una noticia como de tantas: “El famoso futbolista retirado Roberto do Santos, más conocido como Robertinho ha fallecido a causa de las heridas provocadas por el automóvil que le atropelló esta madrugada. El vehículo se dio a la fuga. Desde que se retiró del fútbol, ya completamente arruinado por su adicción a las drogas y el alcohol, no se había vuelto a saber nada de él. No obstante las autoridades han dicho que le será practicada la autopsia para determinar las causas reales de su muerte.”

© Manel Aljama, (maljama) diciembre de 2008