martes, 25 de mayo de 2010

Casa de vecinos




Érase una vez una comunidad de vecinos que habitaba en un viejo y destartalado caserón de siete plantas. La mansión había resistido muchos avatares a lo largo de su dilatada historia pero con las últimas lluvias, el tejado se había hundido de puro viejo.  La planta baja y la portería estaban atestadas de vagabundos que se habían refugiado allí y que los residentes del primer piso se quejaban de que no se podía salir a la calle mientras que los de los pisos superiores se acusaban mutuamente de exceso de ruido. El vecino más rico de allí vivía en el ático. Se tenía por altruista y se dedicaba a hacer pequeños préstamos al resto de habitantes.  Estaba a salvo del agua pues había convencido a los dirigentes de que le instalasen, sólo a él, un techo impermeable de manera que, a diferencia del resto, quedase protegido si volvía a llover.  El presidente de la escalera que era muy optimista insistía a sus habitantes en que aquella casa tenía unos muros muy fuertes, distintos de los otros edificios, y que era capaz de aguantar por mucho tiempo.  El anterior presidente no compartía esa opinión y, lejos de remar en la misma dirección, se dedicaba a visitar otros sitios y criticar los actuales dirigentes de la vivienda. De esta manera, entre todas las comunidades de aquel lugar corrió la voz de que aquella casa no era de fiar y que, puestos así, no merecían ningún tipo de ayuda si se volvían a encontrar con problemas.   Y así pasaban los días todos discutiendo la manera de arreglar las cosas sin hacer prácticamente nada de utilidad. Nadie escuchaba al vecino del cuarto, aficionado a las ciencias, y que se pasaba las reuniones insistiendo en que el tejado a base de bolsas de plástico no iba a ser de mucha utilidad si se confirmaba la granizada que se avecinaba para el 2012...

©  Manel Aljama (mayo 2010)
Ilustración: Pelea a garrotazos (Goya)

lunes, 10 de mayo de 2010

Un buen amigo



Era a primera hora de la mañana cuando dos individuos, ataviados con gafas oscuras y sendos trajes discretos, irrumpieron en la peluquería Fabietti. Andrea, el propietario, con hambre de sueño, se inquietó un poco ante la presencia de la pareja tan peculiar.
—Buenos días —saludó el que parecía mayor y enseñó una placa. Andrea no llegó a leer el nombre pero reconoció el escudo de la policía.
—Buenos días —respondió el estilista, embutido en su impoluto uniforme de trabajo.
—Verá... ¿conoce usted a José Luís Antúnez? —preguntó, mientras se metía las manos en los bolsillos, el había mostrado la placa.
—Puede ser —respondió con sequedad Andrea, un poco contrariado.
—¿Cómo que puede ser? —Saltó el segundo—, O lo conoce o no lo conoce.
—Puedo conocerlo a medias —Andrea, con este argumento le hizo callar.
—Ya entiendo —intervino el jefe—, es usted su amigo mientras no se meta en líos ¿verdad?
—Mire. Soy amigo de mis amigos. Pero no quiere decir que comparta todo lo digan o hagan. Yo no he cometido ningún delito.
—Si hubiésemos venido a detenerle ya estaría usted entre rejas. Hemos venido a buscar cierta información, si quiere colaborar con la justicia.
—Son ustedes la policía. Ya hace tiempo que la policía no es juez, no interpreta la ley, la ejecuta.
—Bueno. ¿Quiere ayudar a su amigo o no? —dijo el aprendiz de policía, mientras reducía las distancias.
—Morales, déjame a mí —sentenció el jefe.
—Verá, señor Fabietti, ¿es usted italiano? —dijo el jefe volviendo a divagar.
—¿Realmente mi origen les interesa?
—Puede ser.
—Pues no. Mi abuelo lo fue. ¿Decía usted?
—Verá, señor Fabietti, si usted no colabora con nosotros, podría ser considerado sospechoso. Podríamos interpretar sus negativas a colaborar con las fuerzas de seguridad, como encubrimiento, como negación del auxilio o incluso obstrucción a la ley —la expresión de Andrea cambió al escuchar esto—. No le estoy acusando de nada. Simplemente le pregunto si al menos conoce a José Luís Antúnez. Ni siquiera si es o ha sido su amigo.
—Sí, le conozco.
—¿Desde cuándo?
—Desde hace más de veinte años.
—¿Qué concepto tiene de él?
—Pues es un contratista de obras que se gana la vida en su negocio, tiene una familia con hijos mayores que están ya a punto de saltar del nido.
—¡Y sabe todo eso y niega que sea su amigo! —dijo el jefe dirigiéndose a Morales.
—Escuche, mis clientes me cuentan su vida con frecuencia. Es lo más normal.
—Mire. Señor Fabietti. Venimos de casa de José Luís Antúnez, hay fotos suyas allí. Se les ve juntos en mil y una fiestas. Hay fotos hechas en países como Cuba o Tailandia. Hay un cuadro, firmado por usted, Andrea Fabietti, dedicado “a mi amigo José Luís”. ¿Quiere más?
Andrea empezó tener algunas dudas respecto a su amigo José Luís.
—Vera usted Sr. ¿?
—Canales, José Luís Canales. Inspector de Policía.
—Verá usted, Sr. Canales. Conozco a José Luís desde que empezó a venir a mi negocio. Hicimos amistad y como usted ha comprobado, visito con asiduidad su casa de campo donde pasamos los fines de semana. Nuestros hijos han crecido juntos. No le creo capaz de haber hecho nada malo.
—No he acusado a nadie todavía. Pero cuénteme más de él. De verdad, quizá sirva para ayudarnos.
—¿En qué se ha metido?
—Por favor, siga con su declaración. No hemos acusado a nadie y no queremos condicionarla. Es pura rutina.
—¿De verdad?
—Sí
—Pues es una persona hecha a sí misma. Empezó desde abajo, según me explicó y consiguió una empresa constructora modesta pero saneada. El éxito le hizo sentirse sólo, sobre todo cuando los hijos empezaban a salir con sus parejas. Entonces empezamos a reunirnos en su casa como le he dicho, a organizar viajes y otras salidas. Si tengo algo que criticarle es su excesivo paternalismo.
—¿Paternalismo?
—Sí, verá. Un año nos pagó a cinco parejas un viaje a Cuba. Todo de su bolsillo. Avión, hotel y la mayor parte de las comidas. Aunque insistíamos en pagarle las copas. Ni el café dejaba que le pagásemos. Podrá pensar que para nosotros era un chollo pero era un poco humillante.
—Sí, supongo que no se sentirían muy cómodos.
—Pues como decía. Además de pagar, quería llevar la razón en prácticamente todos los temas de conversación, desde deportes hasta el arte.
—¿Discuten?
—Sí, mucho. Pero nunca llegamos a las manos y ni siquiera a tener enfados que duren más de unos minutos.
—¿Cuénteme de su esposa? —preguntó el inspector.
—¿De la mía?
—¡No! De la esposa de él —replicó Canales.
—¿Qué quiere saber?
—¿Cómo se llevan entre ellos? Por lo que ha podido ver.
—Pues ella a veces es un poco mandona y a su vez, él con ella tiene un trato un poco déspota que, si no los conoces y los ves discutir, puedes pensar que pasa algo malo. Pero luego él se muestra como un perro faldero y a ella parece que no le afecta. En general es como toda pareja que llevan ya años casados y aquel fuego que empezó el día de la boda se ha apagado un poco —explicó Andrea, como andando con pies de plomo.
—¿Nunca los ha visto discutir?
—¡Claro que los he visto! Pero como le repito nunca he visto una discusión acalorada o que dure más de tres minutos. Al rato están abrazándose y dándose besos. Son así, inspector, nunca se han peleado.
—¿Tiene usted la sensación o ha sentido alguna vez que usted fuese utilizado?
—No le entiendo, señor Canales.
—Que de tantas veces que usted ha sido invitado, agasajado, etc. etc. No ha tenido usted la sensación que el señor Antúnez le tratase a usted, o quizá a los otros amigos como si fuesen unos objetos de su propiedad, como si estuviesen allí comprados.
—No sé dónde quiere ir a parar.
—Mire, Sr. Fabietti, yo, amigos como los que tuve cuando tenía diez años, y de esto hace ya muchos por desgracia, nunca he más he vuelto a tener. Lo demás es un puro interés o negocio. Muy pocos tienen amigos que les inviten a pensión completa. ¡Eso no lo hace ni el dueño de Zara! Le creo, pero dígame, ¿no es extraño? —soltó el inspector esta perorata como mejor supo.
Se hizo un silencio. Andrea estaba plenamente despierto y con la mosca en la oreja.
—Tiene razón, suena raro. Yo lo comento a la clientela más que nada para darles envidia. Allí en su chalet se sienten muy solos y quizá, tenga un poco de razón, que en cierta manera nos compren la compañía. Pero, digo yo, ¿quién no tiene un precio? ¿Quién puede vivir sin trabajar? Las mayores fortunas se han hecho del esfuerzo y el ahorro
—No se me vaya por las ramas —interrumpió el inspector. ¿Es extraño o no?
—Pues digamos que sí. Pero nos ha tratado exquisitamente. Nunca ha faltado en la mesa un buen jamón, cinco pollos asados y litros de cerveza y cava. Es un buen amigo y no le creo capaz de hacer daño a nadie. Padecía cierta hipocondría por causa del negocio y de algunos de sus empleados. Pero ¿quién no tiene achaques?
—¿Sabe algún detalle de sus empleados?
—Directamente no. Sólo a través de él.
El inspector sacó una libreta y anotó este detalle mientras Andrea no perdía de vista el trayecto del bolígrafo sobre el cuaderno.
—Siga, siga, por favor —dijo el inspector Canales.
—Pues lo considero buena persona, buen padre y un buen marido, a pesar de lo que le he explicado de sus diferencias con la pareja. Nunca he visto nada que fuese mala conducta.
Tras un breve silencio, el inspector José Luís Canales, lanzó una pregunta obvia que Andrea temía más que esperaba.
—¿Estuvo usted con ellos este fin de semana?
—No, no estuve. Puedo probarlo
—No le iba a acusar. Le vuelvo a repetir que usted nos puede servir de ayuda. Estoy hasta los mismísimos de tanta serie de policía. Ya le he dicho que si tuviésemos que detenerlo estaría usted ya declarando ante el juez.
—Pues no, no he estado con ellos este fin de semana. No vamos todos los fines de semana. Si fuera él, estaríamos allí siempre.
—¿No?
—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho? Yo ya le he explicado lo que me ha pedido.
—Pues verá, Sr. Fabietti, que según sus palabras, reconoce que es usted amigo de José Luís Antúnez —aquí el tono del inspector se hacía más serio y el semblante de Andrea reflejaba la inquietud ante una inminente acusación formal por un delito que aún ignoraba—, que frecuenta asiduamente su segunda residencia, que ha ido de vacaciones pagadas por su amigo en al menos, dos ocasiones, y que ha visto discutir a la pareja como lo hacen la totalidad de las parejas y, que también ustedes como amigos también han discutido. A pesar de eso, nunca han dejado de acudir a las citas que organiza. ¿Confirma usted esto?
—Confirmo, pero ¿qué ha hecho, de qué se me acusa? —pensando que su amigo igual estaba traficando con droga.
—También nos dice que usted NO estuvo en su residencia este último fin de semana. ¿Sabe si los otros amigos estuvieron? —preguntó el inspector.
—Que yo sepa no. O íbamos todos o no iba ninguno.
—Gracias, señor Fabietti. Por favor, ¿Nos puede acompañar —Andrea dejó caer el peine que sujetaba con dos dedos de su mano derecha—, al depósito de cadáveres a reconocer a la mujer y los tres hijos de su amigo José Luís Antúnez?
—Pero...
—No sabemos todavía lo que ha pasado. Pero alguien, probablemente su amigo, ha reproducido la película “El Resplandor” —intentó explicar Morales, el medio policía.
—Morales, no tenemos una acusación formal. Tan sólo tenemos unos indicios que apuntan a José Luis Antúnez, como principal sospechoso. Hemos encontrado los cuerpos decapitados y desangrados. También tenemos las armas utilizadas en el crimen, y, claro, estamos buscando a su amigo. Según nos ha dicho, es su amigo, ¿verdad?
Andrea no respondió y el policía le cogió por el brazo para que no se derrumbara.
—Espero que los forenses hayan juntado bien todos los trozos.
—Morales, sólo le enseñarán las cabezas limpias ya de sangre y deberá decir si los reconoce o no. Nada más. Vamos, vamos —dirigiéndose a Andrea—, ya sé, los amigos unas veces resultan no ser tan buenos, y otras, hasta nos sorprenden.


© Manel Aljama, marzo de 2007 (modificado mayo 2010)